La matanza de Tlatelolco es una de las fechas más dolorosas de nuestro calendario democrático y quizá por lo
mismo es una de las más icónicas. Representa la respuesta desesperada y desarticulada de un régimen caduco a los
jóvenes que pedían un cese a las hostilidades de las autoridades y el fin de prácticas autoritarias.
El 2 de octubre de 1968, decenas de jóvenes fueron masacrados por el gobierno mexicano tras una manifestación
pacífica en que defendieron un pliego petitorio que hoy forma parte del sentido común de nuestra democracia; en él
pedían libertad para los presos de conciencia, la derogación de artículos del código penal utilizados para justificar
la represión (el delito de disolución social, por ejemplo, había surgido al calor de la guerra fría y contra los
comunistas mexicanos), la desaparición del cuerpo de granaderos y el deslindamiento de responsabilidades de
funcionarios responsables de actos violentos contra los estudiantes.
No se trataba de demandas desproporcionadas y todos los reclamos eran justos, atendibles para un gobierno
decente cualquiera, además de que fueron apoyados por miles de personas de diverso origen social.
Quizá eso es lo
que hizo que los capitanes del régimen se sintieran acorralados. La matanza del dos de octubre fue un acto
intempestivo, de intención ejemplar, que quiso inhibir el surgimiento de una juventud demócrata, de vocación
pluralista y libertaria, que terminó regando con su sangre la semilla del nuevo régimen en México. Se trató, sin
duda, de un exceso brutal aún para el autoritarismo priista. Y, sin embargo, hablar sólo de Tlatelolco, hace que
algunas veces olvidemos que en 1968 los jóvenes ganaron en la calle y en la simpatía de mucha gente y que fue por
eso que al gobierno no le quedó más respuesta que las balas: porque en las ideas y en el espacio público ya había
sido derrotado por miles de muchachas y muchachos valientes.
